La exitosa escritora marplatense, que acaba de publicar su nueva novela "Pasión", comparte con el público lector de LA CAPITAL uno de sus cuentos más recientes.
“En el octavo libro de la Odisea,
se lee que los dioses tejen desdichas
para que a las futuras generaciones no les falte algo que cantar”.
(Otras inquisiciones, Del culto a los libros, Jorge Luis Borges)
Galileo Favaro tenía una alta opinión de sí mismo, y, aunque era un autor inédito, creía que nadie estaba a su altura en la elección de las palabras y en la erudición de sus textos. El anonimato no era para él; si su época se empeñaba en desconocerlo, hallaría el modo de que el futuro corrigiera ese lamentable error.
Recurrió a su vasta biblioteca y buscó el libro de conjuros que tanto le había llamado la atención en una subasta. Lo había encontrado tirado en un rincón, cubierto de tierra y tiempo. Galileo lo reconoció al instante, era un incunable: las marcas del impresor, la tela, los caracteres góticos… Lo tomó entre sus brazos como si fuera un crío, dispuesto a pagar lo que fuera por él. No hizo falta siquiera que pujara, el tasador se lo regaló.
Revolvió sus frágiles páginas con cuidado, tantos siglos habían pasado desde su encuadernación. Sabía que en algún lado estaban los pactos, aunque le era difícil hallarlos; no existía índice ni foliación. Se entretuvo leyendo discusiones sobre puntos oscuros de teología, pues el ejemplar formaba parte del trabajo de Pedro Lombardo, Liber Sententiarum, aunque estaba incompleto, hasta que llegó, por fin, al folio que buscaba. Analizó las distintas posibilidades que el compromiso le ofrecía, evaluó las consecuencias, hizo un breve análisis de su vida y tomó la decisión: su obra debía pasar a la eternidad, aunque para ello él tuviera que morir.
Escribió una extensa carta dirigida a sus futuros lectores en la cual se despedía y les legaba su magnífica creación, que consistía en cuatro volúmenes de cuentos que él mismo había mandado a imprimir y encuadernar, para lo cual había gastado gran parte de sus ahorros.
Se preparó para el pacto, buscó los elementos que minuciosamente detallaba el incunable, y al no hallar algunos, seguramente por una cuestión de épocas, los reemplazó por los que consideró más cercanos.
No sabía si sucedería de inmediato o si pasaría algún tiempo, ante la duda, se vistió con el mejor traje, lustró los zapatos y se peinó la abundante cabellera.
Llegado el momento, invocó a uno de los dioses al que le había dedicado varias de sus obras. Le dijo que estaba dispuesto a morir joven a cambio de trascender. No le importaba su vida, su soberbia lo había despojado de amigos y familiares. Sólo lo desvelaba la inmortalidad de su apellido; a falta de hijos, serían sus libros los que lo recordarían por generaciones.
El dios elegido era algo sordo y no entendió bien el pedido, o acaso lo entendió, pero quiso castigar al vanidoso escritor (eso es lo que hacen los dioses, premian o castigan). El deseo le fue concedido, algo tergiversado, cosa que Galileo no advirtió, embelesado por la repentina fama, hasta que fue tarde.
Su trabajo cobró prestigio, rompió moldes y cruzó las fronteras. Fue contratado por la más grande editorial y sus libros fueron traducidos a varios idiomas. Siguió solo, porque a mayor reputación, mayor soberbia, y ni siquiera su editor, quien en su momento lo había impulsado al estrellato y con quien lo unía una relación parecida a la amistad, se quedó a su lado.
Pasaron muchos editores, muchos lectores, pero también pasaron los años, y un día Galileo Favaro cumplió setenta. Miró a su alrededor, su casa era un museo de libros y premios que nadie admiraba. De a poco sus obras dejaron de venderse como antaño, los nuevos lectores elegían autores modernos, de pluma ligera, descarnada de descripciones y cuestiones filosóficas. Todo era acción más que pensamiento, y un día, mientras revolvía mesas en una librería de viejos de las que Galileo era cliente consuetudinario, escuchó que un comprador rechazaba el ofrecimiento de sus textos por parte del vendedor, un hombre tan viejo como él que quiso sumar el autógrafo a la venta. El lector esquivo adujo que ya nadie leía a los clásicos, que eran un bodrio. Si la frase hirió a nuestro amigo Favaro, no lo sabremos, pero de ahí en más, Galileo empezó a prestar más atención a sus ventas, que caían estrepitosamente, como las acciones de la crisis del 29. Galileo Favaro tuvo su propio Jueves Negro, su obra pasó de las mesas principales a los estantes del fondo. La editorial con la que trabajaba cerró; al morir el dueño, sus hijos liquidaron el negocio y despilfarraron el dinero en viajes y autos de alta gama.
Galileo había perdido la cuenta de sus años, seguía lúcido, tenía una salud de hierro y una fortaleza inquebrantable, pero estaba solo. Ni siquiera los que habían sido sus discípulos en las letras lo llamaban para pedirle opinión, y un día se enteró de sus muertes. Las noticias hablaban de “afamado escritor de noventa años”, “el autor de más de cuarenta libros abandonó el mundo a los setenta y tres”, y así sucesivamente.
Galileo Favaro no entendía cómo todos esos autores, otrora jóvenes, ahora morían, y él, que era un hombre sin edad, continuaba vivito y coleando. Su mente lo llevó al pasado, a ese pasado de ignominia de sus primeros tiempos, y recordó el pacto que había hecho con su dios. Algo había salido mal, su obra había alcanzado la cima, había trascendido generaciones y fronteras, pero él sobrevivía. Sus lectores también habían fallecido y su creación había quedado obsoleta. Quiso reclamar, pero hasta su dios había muerto de viejo.
Enajenado ante tal descubrimiento, se embarcó en un nuevo proyecto literario, más vivo, más en consonancia con esos tiempos modernos a los que no se habituaba, pero su esencia, anclada en el siglo pasado, le jugó al revés, y terminó escribiendo un ensayo sobre el autor y la finitud de su obra cuando sus contemporáneos morían.
No era lo que había planeado, aun así, se sintió conforme con lo escrito y llamó a una de las grandes editoriales para anoticiarlos -no para ofrecerles- del nuevo material. Lo atendió una voz automática, impersonal como todo lo moderno, que lo paseó por distintos internos: ninguno correspondía a editores. Decidió ir personalmente con su manuscrito, las cosas como antes, mano a mano y cara a cara. Cruzó la ciudad en taxi, no se animaba a conducir en esa vorágine feroz, y llegó a la fachada de Schujman&Bethelman Editores, donde un guardia de seguridad, un muchacho gris y aburrido, le dijo que para envío de material había un link en la página de la editorial.
De nada le valió a Galileo Favaro enrostrarle su nombre, el joven no lo conocía. Galileo le preguntó quién contrataba al personal, y le reclamó que cómo podía ser que un empleado de una de las más grandes cadenas editoriales fuera un ignorante literario. Pidió el libro de quejas y el muchacho de seguridad lo remitió a otro link.
Galileo se encontró en la calle, con su mamotreto de hojas entre los brazos y un papelito con dos direcciones de internet que no supo interpretar. Nunca se había animado a usar una computadora, seguía escribiendo en su vieja Olivetti, aunque cada vez le costara más conseguir cintas y repuestos. Orgulloso, no quiso pedir ayuda, tampoco tenía a quién pedirla, su mundo se reducía a los libros y sus personajes.
Dedicó todo un año a recorrer editoriales, las de su ciudad y otras menores, pero nadie quiso publicar su ensayo, que para él cambiaría los paradigmas de lectura.
Las regalías de sus viejos libros seguían menguando, y un día el afamado escritor Galileo Favaro se encontró con las cuentas vacías y más de ciento cincuenta años sobre sus espaldas.
Avergonzado, juntó algunas cosas y abandonó la ciudad en un viaje incierto. Lo poco que tenía le alcanzó para llegar a un pueblo del interior de la provincia, de calles más ordenadas, plazas verdes y viejos tomando mate en las veredas. Se dijo que era un buen lugar para empezar una nueva vida. El nombre del pueblo no le acercó ningún recuerdo, aunque algo en su interior le trajo reminiscencias. Hasta que vio un cartel oxidado y oculto entre ramas secas, con el antiguo nombre del lugar. Él había estado allí en una feria del libro, cuando el tren unía ciudades y sembraba vida. Lo habían invitado para exponer en el acto de apertura, en esos tiempos, Tres de oros era una ciudad pujante y cultural, y hasta el mismo intendente lo había recibido en la estación. Después de su disertación, de la cual habían participado periodistas y críticos, lo habían invitado a cenar y agasajado con honores, algo así como si fuera un ciudadano ilustre. Recordó también que habían puesto una placa con su nombre en el salón cultural de la Municipalidad.
Corrió tras su memoria y llegó al sitio donde debía emplazarse el municipio; se encontró con un galpón de techo de chapa cuyas paredes, cubiertas de grafitis, albergaban un comedor barrial.
Cansado y sin dónde dormir, caminó por el pueblo hasta dar con un hotel. Le causó extrañeza la magnitud del mismo, era de estilo colonial y parecía lleno de vida. Varios autos de lujo estaban estacionados en el frente, y Galileo Favaro se sintió pequeño por primera vez en la vida.
Entró y pidió una habitación, ya vería luego cómo pagaría, quizás la suerte se pusiera de su lado alguna vez. El recepcionista le dio una ficha para que completara, y Galileo empezó a escribir su nombre.
La paz de la recepción se vio quebrada por un coro de voces, pasos apurados, puertas que se abrían y cerraban. Llegó gente de los pasillos, la mayoría apuntaba hacia la entrada con sus celulares, listos para disparar.
A través de los ventanales Galileo pudo ver que una limousine negra y lustrosa se estacionaba justo al frente del hotel. Del vehículo descendía él. Sí, Galileo Favaro, cuando tenía alrededor de cuarenta años. Creyó estar sufriendo una alucinación, tal vez un ACV, y dio gracias, ya era hora de que se lo llevara la muerte. Alguien advirtió su debilidad, lo tomó del brazo y lo sentó en un sillón. Como pudo, Galileo balbuceó: ¿qué pasa que hay tanto alboroto? La voz anónima dijo: es que acaba de llegar el escritor Galileo Favaro, que viene a inaugurar la feria del libro.